Se trataba sobre los gestos y mi expectativa jurásica de que los notaras, sobre los frunces de las manos cuando estas se ubican correctamente y también sobre lo azul de la voz que me indemnizaba. Quizá, si deseara detallar completamente mi pseudo-infortunio, debería comenzar contando desde que la noche se apaisaba y se me impregnaba en los ojos o desde que en mi frente lloraba la luna y en la piel se me infiltraba, furtivamente, la obediencia de no parecerme a mí.
Me bajé del taxi drenando drásticamente el irrebatible suspenso que desata una mano suspendida en el aire y mientras cerraba la puerta, tamicé algunas últimas ideas que tuve recientemente. Abajo de mi cara sentía el mapa de una ciudad nunca descrita y el característico burbujeo de la intriga. Tenía un vestido estampado y voluntad, producto de la certeza que me atornillaba a una suerte de arte extraño. Caminé dos cuadras, durante las cuales aproveché para suturar algunos últimos desencuentros hasta de llegar a la fiesta.
Estaba lleno de gente que apenas conocía. La fiesta era en un departamento decorado con recuerditos de distintas localidades de veraneo, carpetitas tejidas al crochet y plantitas plásticas. En el living había un gran mapamundi color chantilly que, a la luz de ochentosos veladores, iluminaban situaciones incongruentes. En cuanto llegué, me remití a buscar al anfitrión y, curiosamente, le pregunté dónde se encontraba a un chico que, mientras yo le formulaba mi pregunta, disponía su peor cara de marisco. Realmente, a veces creo que soy la primera persona a quien la conducta humana ha confundido, asustado y hasta asqueado, pero igual proseguí buscando hasta que me saludó, de manera muy efusiva, una amiga que, de chica, era fanática de las iguanas. Ella, con una energía cuasi irritante, me contaba de su vida y para evitar el típico ping pong de preguntas y respuestas, la escuchaba atentamente contemplando el sillón. Decidí que de mi situación actual no había nada que discutir, ni nada que recordar y que lo más sensato que una persona podía hacer, en una fiesta así, era estar sentada fingiendo pasarla bien, con una copa en la mano. Me vi obligada a interrumpir su interminable monólogo - que para ese momento ya había alcanzado a describir una anécdota con Miriam, la modista que le hacía los vestidos a su tía y le cosía las cortinas- para buscarme otra copa.
Yendo a la mesa, me detuve en la estampa persa de la alfombra, lo que hizo que me desentendiera, totalmente, de la expectativa general de mi vida o por lo menos la de esa noche, hasta que del bullicio erupcionó una voz que me allanó y disgregó, todo al mismo tiempo. Era la de él, no podría haber sido de alguien más. Hacía un poco más de un año que no la escuchaba y ya me había divorciado de varias costumbres corruptas que tenía para impedirle que llegara a mis oídos.
Pero, a pesar de todo el tiempo que había pasado y de que mi dignidad quedó esquilada, me di cuenta de que estaba apiñada, sirviéndome el trago y eludiendo su mirada. Siempre me imagino tropiezos casuales con algunas personas de las que me exilié... es más, pienso en eso dos o tres veces por semana y cuando trato de escribirlo, siento que se me desvanecen las palabras. Pero, esta vez, vi los hilos tensos que nos inmovilizaban y elevaban, sin darnos cuenta, toda esa agonía, producto de una infinita interrupción que siempre titilaba en todos los gestos y todos los recuerdos. Vi abreviarse todas las distancias, los dolores de cabeza, las bahías hostiles y fundirse la niebla.
Con mi trago me senté nuevamente a escuchar a mi amiga que, intensa, siguió haciendo una reseña de su vida y jactándose de que no tuvo estrés pos traumático luego de la ruptura de su último noviazgo, declamó:
—Pero, ¿cómo podés vivir sola? No sos feliz, ¿no?
—Por supuesto que no. Ser feliz es una mentira.
—Pero ¿no te gustaría tener a alguien?
— ¿A alguien como quién?
—Como un novio.
— ¿Para qué?
—Para que te cuide.
—Ya tengo una puerta blindada.
—Bueno, pero estando así… ¿no te sentís un poco sola?
—Mi soledad y yo nos llevamos bien, no necesitamos que venga la soledad de otro y nos desplace, superponiéndose.
— ¿Y no te gusta que te digan que te quieren?
—Sí... Cuando te quiero significa "te quiero", no cuando significa "me pertenecés"… que es más o menos, siempre.
— ¿Sabés? Me parece que no has estado nunca enamorada.
— ¿Y vos, sí? ¿Me vas a decir que estás enamorada de ese Tomás?
—Mmm... ¡Yo creo que sí!
— ¡Crees que sí! O lo estás o no lo estás. Si yo estuviese enamorada de Máximo, no necesitaría media hora para pensarlo.
—Oh…sólo fue un segundito.
— Ni un segundito ni nada. El amor no es algo que puedas poner en duda, es una ola que te lleva por delante, un estornudo que te deja estúpida, un incendio que te abrasa por dentro.
—Me estás dando un poco de miedo.
—Es que, no sé… el verdadero amor debería acongojarnos... Debería destruirnos para resucitarnos después, eso es para mí el amor. Y lo que vos llamas amor, para mí, es como una imitación hecha en Taiwán.
Por momentos creo que soy demasiado hiriente cuando hablo, pero la situación era más manejable de lo que parecía. Yo a ella siempre le decía la verdad y sabía que soy así. Alterada, noté que él escuchó todo el debate y se acercó con su risa pulida a saludarnos con su típico “cómo andás”. Estaba igual…un poco más alto y con los ojos más cargados de nostalgia, quizá, más oscuros. Entonces me dijo “¿Me acompañás a fumar un pucho?” Y yo me levanté y lo seguí hasta la terraza.
Estrujada, me detuve, ¿a dónde iba? Ya ni sabía ni siquiera con quién estaba yendo. Él se detuvo, empantanado, mirándome, invitándome con su actitud desde la terraza.
Y yo me fui… porque no es la primera vez que casi me convence de deshacerme de ese modo subjuntivo que tengo de contar todo.
Magdalena Ducoin